de Hernán Ronsino.
Ilustración Bernardo Ferreyro.
Ese ansioso caballo de verano
Haroldo Conti
Polo
y Cachila reciben la orden. Almada, apoyado en la puerta del rancho, dice:
“Tienen que ir a buscar el caballo y traerlo a la quinta antes del atardecer”.
El caballo pastorea junto al río. Lo dejaron ahí, el domingo, después de las
carreras de trote. Es un zaino colorado. Se llama Chúcaro trelpón. Y ganó la de fondo dando un batacazo. Ahora un tal
Samudio, parece, lo quiere comprar.
El
río queda del otro lado del pueblo. Entonces tendrán que recorrer, ida y
vuelta, cerca de treinta kilómetros. Cachila se moja la cabeza, en un costado
del rancho, abriendo ampliamente las piernas bajo una canilla que pierde y está
rodeada por un fandango cargado de moscas. Dos o tres hijos de Almada, las
mejillas marcadas por líneas secas de moco, lo miran a Cachila mojarse la
cabeza y estremecerse por sentir el agua tan fría en la nuca. Polo, en cuero,
la honda colgada en el cuello, lo espera en la calle, montado en la bicicleta.
Entonces Cachila se sube en el caño. Y los hijos de Almada empujan la bicicleta
para que arranquen. Después son los perros flacos y hambrientos de Almada los
que hacen la custodia, más o menos, hasta la Cerámica abandonada. Y es a partir
de ahí que viajarán solos y escucharán, ellos, Polo y Cachila, nada más que el
rumor de las palomas y algún que otro pájaro de la siesta.