viernes, 22 de abril de 2011

Muda, triste y pensativa

A cuarenta y tres años de su muerte, Violeta Parra se nos sigue presentando como una artista misteriosa y esquiva. Entre el mito y el olvido, en medio de infinitas erratas y silencios biográficos, poesías, grabaciones y pinturas perdidas, su obra aún guarda un excedente simbólico de contradictoria vigencia.
Su último proyecto cultural, La Carpa de La Reina, centro de arte popular, fue condensador de todos esos significados que hoy nos resultan irreductibles a las clasificaciones y la comparación.

“Es la parte de la autoctonía la que se le suele ver a la Violeta, la otra, la funcional, la que trasciende la semilla e inventa un mundo propio,  siempre contemporáneo, es la cuestión menos  comentada.
 Quizá sea tarea de la ciencia – con conciencia – este análisis. Lo cierto es que no está completa la justicia, y ya le falta mucho, hasta que se proclame su condición de espuma junto a la de sedimento. Y es que Violeta Parra, que venía de tan hondo, que era parte de lo primigenio, usaba esta sabiduría para saltar a lo nuevo, como defendiendo las raíces desde la exuberancia del follaje.”
Silvio Rodríguez.
 (Carta enviada a Isabel Parra, desde La Habana, el 6 de Abril de 1992)




Si escribo esta poesía no es sólo por darme el gusto…
Las paradojas, incluso aquellas que se relacionan con el orden de los acontecimientos, suelen no ser azarosas. Violeta Parra, que pasaría a la historia de Chile como su más representativa cantante folclórica, fue premiada por primera vez, en un concurso de poesía, a los veintiún años. Y en 1964, en París, siendo la primera latinoamericana que expuso obras en el Museo del Louvre, se convirtió en una excepción: nunca antes, un artista, que por otro lado se había presentado por iniciativa personal, había logrado ocupar un piso entero en sólo dos meses de exposición.
Si bien en 1944, con veintisiete años, gana un concurso de canto español del Teatro Baquedano, y en el ’55 le otorgan el premio a “La Mejor Folclorista del Año”; hay un año que resulta clave en la vida y obra de Violeta Parra: 1952. En casa de Nicanor Parra, su hermano mayor, el universitario, el antipoeta, se produce, según él, la revelación, un instante de verdad en el cual ella descubrió por dónde debía continuar su canto, que hasta el momento nada o muy poco tenía que ver con lo que conocemos hoy de su acervo musical.
“Yo la ironizaba mucho, cuenta Nicanor en una entrevista, porque cada vez que iba los suburbios donde vivía con la mamá, la encontraba bailando vals o bailando guaracha, o cantando esas cuestiones. Yo le decía: Hasta cuándo Violeta por Dios, si esto no te sirve. Tú tienes que hacer tus propias investigaciones”. Es que si bien Violeta había aprendido un amplio repertorio de cantos campesinos con las hermanas Aguilera, cuando llegaron a la ciudad con Hilda, su hermana, le tocó trabajar en boliches y clubes donde no tenían ante ellas un auditorio atento, sino ruidosos y alegres consumidores de licores para quienes esa música era como el eco de otra música que ya habían oído muchas veces.
“Cuando Violeta apareció en mi departamento de Mac – Iver 22, yo estaba trabajando en un contrapunto entre Javier de la Rosa y Taguada. Parece que percibió que no le concedía mucha atención, y me preguntó: ¿Qué estás haciendo?, yo le contesté sin sacarme los anteojos,… un trabajo, aquí, muy difícil…; molesta, quiso saber en qué consistía, entonces le expliqué, y le leí algunas cuartetas del contrapunto, ¿y esas cosas estudias tú?, me dijo. Entonces se produjo la iluminación. Espérate, vuelvo en un rato. Salió y volvió en una hora o dos, con un alto así de papeles y con cualquier cantidad de coplas, cuartetas y décimas. Todas excelentes, estupendas. Estudia esto, me dijo. Lo había inventado sobre la marcha.” Violeta no conocía qué era una décima, qué una cuarteta, estrofas que Nicanor le ejemplificó con su bibliografía y ella reconoció de inmediato: ¡Pero si esas son las canciones de los borrachos!
Ese año comenzó el gran trabajo de investigación de Violeta Parra, puso en marcha su búsqueda, el trabajo de “arriba p’abajo desentierrando folclor”. Arrancó por la zona de Ñuble, siguió por toda la zona central, descubrió la peña de Arauco, buscó raíces en Chiloé, rastreó finalmente la música norteña. Tomás Lagos, el director del Museo de Arte Poular se preguntaba cómo había podido ella sola, sin preparación tecnológica previa, sin doctorado, arrastrando un grabador de casi la mitad de su tamaño, sin medios económicos especiales, encarar con tanto ahínco y buen arribo una investigación tan pretenciosa, y que eso fuera lo que la llevara a imponer un estilo a la canción chilena, sacando de las sombras del pasado esta imagen inescrutable pero conmovedora de Chile. “Me refiero, dijo Tomás Lagos, a esa vibración especial, a ese aroma profundo que a veces no es más que una inflexión descarnada, casi una queja de la voz humana de Chile. Fue lo que trajo la Viola a nuestros centros cultivados para integrarnos a una memoria ancestral.”
Ese sucinto despliegue de datos biográficos pone de manifiesto dos cuestiones; por un lado, el concepto de folclore, su representación del pueblo y el imaginario al que remitía. Por el otro, qué trama de sentidos se están jugando en los desordenados reconocimientos de esta artista, paradigmáticamente nombrada como cantante.  
¿Por qué Violeta buscaba revivir el folklore? Ella iba en contra de una visión práctica de la música popular, que se había estereotipado como folklórica sin ser campesina. Patricio Manns, músico y escritor chileno, hablaba de dos vertientes antagónicas; por un lado, conjuntos como “Los cuatro huasos” dan una visión preciosista y pintoresca, al tiempo que falseadora del paisaje chileno; por ejemplo en la escena musical representaban el prototipo de la hacienda, vistiendo ropa festiva de patrón y peones, unidos en una misma alegría. Con el tiempo este grupo decantaría como adicto al régimen militar. Por otro lado, los juglares “envejecidos y trashumantes, describen en versos precisos e intencionados, a una atenta clientela de bar de mala muerte, las vicisitudes de la crisis salitrera y la hambruna nacional”.
Entonces, el folclore se entendía como cursilería envuelta en los colores nacionales, lo popular detenido en su repetición; el gusto se había escindido entre clases, y al mismo tiempo adormecido ante esa forma de traición a la cultura del pueblo.  Es eso lo que Nicanor le reclama a Violeta, no que cante en bares de borrachos, sino que perpetúe la representación del pueblo mediatizada por dispositivos externos, que cante rumbas, mambos, guarachas, tangos, rancheras. Y por eso Violeta, cuando va recorriendo el interior de Chile con su grabador, anotando “Cantos a lo humano”, “Cantos a lo divino” – que revelaron toda una tradición bíblica, juglaresca y del carnaval de la edad media contenida entre sus versos -, emprende una denuncia contra “los radiales”, como declara en sus décimas, y propone boicotearlos.
En esa tríada radio – disco – cine sonoro se había construido una identidad estereotipada de lo popular nacional. Las radios rechazan su guitarrón, guitarra con veinticinco cuerdas que había aprendido a manejar en Barracas, critican su voz telúrica y chillona. Raúl Aicardi, director de Radio Chilena fue el primero y uno de los pocos que le abrió las puertas mediáticas.
Su primera grabación fue una ruptura; le habían concedido el lugar pero se opusieron en principio a una tonada, porque era campesina, no “música de radio”. A pura maña y tozudez le aceptan la tonada, pero le piden que grabe con “el guatón Campos, el honor máximo en guitarra”, entonces Nicanor cuenta: “yo le dije que se retire de mi vista, ¡que desaparezca del mapa ese Campos! Y logramos las primeras tonadas al estilo de las hermanas Aguilera de Malloa, sola Violeta y su guitarra, ahí empieza realmente el baile”.
Hay un especial interés en Violeta en marcar que no canta por su gloria, que no es ella sino Chile el que canta, el chile de Arauco, de los chilotes, de los mineros, también de los estudiantes, de los huelguistas, los prisioneros, el Chile que quedó de puertas afuera a la modernidad. Pero para quebrar esa “normalidad cultural”, la necesidad de introducir la evidencia de otro modo de ver, incuestionablemente chileno, otro modo de hablar y concebir el mundo, encuentra su manifestación más eficaz en las composiciones de Violeta Parra. Este es el punto donde se tensa lo que Violeta ha vislumbrado como proyecto. Y se empieza a cruzar la poeta, la cantora, su pintura, tapices, esculturas de alambres, máscaras de cartón.
Ella no es como Gastón Soublette, el musicólogo que la acompañó en muchas oportunidades durante sus investigaciones, a quien Violeta aprecia, pero no escatima en decirle que “es un pituco que está metido en esto de puro cantor no más”. Ese genio individual que la caracterizó y la convirtió en la artista chilena más reconocida internacionalmente, emerge de un folclore enterrado, trata de borrar toda huella personal, pero al mismo tiempo, se verá obligada a reconocer la individualidad de su creación. En las décimas, obra que la inscriben en una tradición poética de la estrofa octosilábica española y un género moderno, la autobiografía, se enfrenta a eso que le resulta una paradoja, el folclore de autor.


Muda, triste y pensativa
ayer me dejó mi hermano
cuando me habló de un fulano
muy famoso en poesía.
Fue grande sorpresa mía
Cuando me dijo: Violeta,
ya que conocís la treta
de la vers’á a popular,
princípiame  a relatar
tus penurias “a lo pueta”.

Válgame Dios, Nicanor,
si tengo tanto trabajo,
que ando de arriba p’abajo
desentierrando folclor.

Pero pensándolo bien,
Y haciendo juicio a mi hermano,
tomé la pluma en la mano
y fui llenando papel.
luego vine a comprender
que la escritura da calma
a los tormentos del alma.

Las décimas, hechas texto escrito, grabación, traducción, entre 1958 – 1959, producen, junto con las composiciones tan prolíficas a partir de esos años en adelante, una conmoción cultural. Violeta tensiona la melodía rítmicamente con el relato, salta las barreras del anonimato y esgrime una poética que se genera a sí misma como síntesis de lo religioso ingenuo, y político social. Crea un mundo entre los pliegues de lo indecible, de las metáforas más crudas y filosóficas, crea el canto de la diferencia, lo “que va de lo cierto a lo falso”, para “asustar al mal con alevosía”, escribe la gloria del cielo como un bozal para los pobres, que como no tienen, vuelven la vista al cielo.
Violeta, que no protesta “por sí porque es muy poca cosa”, es ese poeta que definirá Roque Dalton en una entrevista: “un testigo corroído por la pasión”, es la pasión que no la deja mentir, que la verdad le quema y le pica, igual que los sabañones, porque hay costa en los corazones del pobre, y horchata en las venas ricas.



Una obra de vida. Una vida de arte.
Las cartas a su Gilbert y la culminación de su obra en La Carpa de la Reina revelan a esa “Viola volcánica” de Nicanor, “Parra triste” que en vino se convirtió. Su personalidad rabiosa, apasionada, llorana y chiquita, como solía definirse, esa sensibilidad feroz que le contestó a la directora del Louvre luego de cantarle las arpillares una por una, yo ya me he comido tu alma, que critica el estilo de vida aburguesado de sus hijos por no mudarse a la casita de la carpa,  encontró la comunicación más inmediata en el canto. Pero su proyecto artístico se escurre por las grietas de dos grandes tradiciones, la inspiración romántica y el ingenio barroco, y al mismo tiempo, experimental en temas como “El Gavilán” o “Mazúrquica moderna”, nos deja, sin saberlo ella, una mirada de rabillo, sospechosa, apuntando a los ismos vanguardistas.
Violeta Parra no participó orgánicamente de ningún movimiento revolucionario, aunque estaba afiliada al partido comunista, apoyó la campaña por Allende –que perdió frente a Frei-, y los periodistas la criticaron por no limitar su tarea al canto. Sin embargo, cuando oímos, en el hermoso documental Viola Chilesis a su hijo Ángel rememorar el canto y los gritos de su madre en las marchas feministas en Francia, nos resulta apenas un gesto, otro rincón de su fuerza invertido en dar vuelta la cara del “orden de cosas”.
La Violeta que se nos cae hacia arriba, como escribió Pablo Neruda, que es terrestre y sempiterna, es la vertiginosa, la que disemina sentidos, la que, como dicen Ángel también, “siempre nos mandaba a hacer cosas. Algo había para hacer con mi mamá, sacar los colchones al patio, escribir un poema, terminar un trámite, limpiar los pinceles, componer una canción”.
Si ese paso de intérprete a compositora generó en ella una autoconciencia, tensionadora de preguntas y objetivos, sobre la distancia que separa a todo folclorista del material con que trabaja, donde la conexión con la tradición se ha tensionado para siempre, la diseminación de imágenes, voces, cantos y mensajes, es su mejor herramienta para valorar su tierra desde lo más profundo y verdadero. Ella no busca lo interesante en lo rústico, no roba el fuego de la cultura alta para regalársela a los pobres, redimensiona su percepción de mundo fusionando su vida con los valores culturales que investigaba, valiéndose de lo que tiene más a mano, la naturaleza, el mundo moderno, los poetas de la lira popular, su hermano Nicanor, su amor Gilbert, los rostros que cambian de gesto cuando la escuchan.
Violeta Parra, incansable viajera, no por afán de aventuras, no por curiosidad turística, sino por esa fuerte creencia en que debía insistir hasta que el país por donde pasaba se ablandara, comprendiera esa verdad impostergable que tenía para cantar, creó un lenguaje viajero también. El de sus pinturas y arpilleras.
Cuando la periodista francesa, en su taller de Ginebra le pregunta por qué se concentra en un solo color trabajando en distintos cuadros, distintas telas, y no de a una tela por vez, Violeta le responde: “Para mí, quince cuadros son como uno solo. Yo tengo treinta personajes que hacen cosas diferentes. Elijo un solo color, viajo con ese color por todos los cuadros, para fijar lo que yo siento cuando quiero poner la expresión, en los ojos por ejemplo”. Podría ser una técnica, artificio ideado, pero surge, como la mayoría de sus obras, de los obstáculos de la práctica misma, una práctica que en su andamiaje va destilando sentidos, parece consolidarse en una idea y vuelve a caer para traer otras preguntas; en este caso, se dio porque trabajaba con óleo y no podía limpiar el pincel cada vez. Entonces “yo pinto todo lo que tengo que pintar de negro una sola vez. Con el negro sientes de una manera distinta que con el rojo”.
Algo similar ocurrió con sus arpilleras, trabajo en que el incursionó a causa de una fuerte hepatitis. Allí lo que quiso ser flor fue botella, el corcho de la botella salió como una cabeza; “entonces dije: esto es una cabeza, no un tapón, le puse ojos, nariz, boca. (…) era una señora y esta señora me miraba, entonces dije: es una señora que pasa el día en la iglesia rezando. Y le puse La beata”.
Sólo se conservan treinta y tres cuadros y tejidos de Violeta. Pero sólo en ellos se puede ver la fisonomía particular que diseñó: enfoques desconcertantes del espacio, vacíos en que flotan personajes, ya en atmósferas etéreas, ya en hoyos negros. Los personajes miran con ojos de frente, diciéndolo todo, a veces desamparados y tiernos, tristes en general. Aparece un hombre cada vez menos trazado, más finito y perdido. Siempre hay una guitarra, como presencia más allá de todo. Ante esos vacíos oscuros uno no deja de pensar en la terrible sensación de “Maldigo del alto cielo”, donde la cantautora se enfrenta al universo cósmico para negarlo, nada queda en pie. Y del destino será la paradoja de designarle, en 1944, a una joven que ni siquiera terminó los estudios y anda cantando rancheras por ahí, un premio de poesía, porque de ella, es la virtud. Una mujer que habla del amor en “Volver a los diecisiete” como la única redención del mundo, y en él fundamenta su obra, afirmando que arrumbará la guitarra si un día no tiene amor para cantarle, da dimensiones al vacío y niega el mundo en una canción cuyo estribillo, terminado con la palabra “dolor” encuentra, de sesenta y seis, sólo un verso en consonancia, “maldigo el vocablo amor”.

La Carpa de La Reina: sacar la verdad, que “and’ala sombra en la tierra”.

“Yo creo que todo artista debe aspirar a tener como meta el fundir su trabajo en el contacto directo con el público. Estoy muy contenta de haber llegado a un punto de mi trabajo en que ya no quiero siquiera hacer tapicería, ni pintura, ni poesía, así, suelta. Me conformo con mantener la carpa y trabajar esta vez con elementos vivos, con el público cerquita de mí, al cual yo puedo sentir, tocar, hablar e incorporar mi alma”.
Violeta Parra

En un terreno que durante el invierno era puro barrizal, Violeta puso en práctica por última vez es forma integral de difusión de sus artes que – como contraste involuntario ante la sofisticación creciente de los medios masivos de comunicación – adquiría un carácter muy cercano a lo primitivo, con ese poderoso encanto de lo ingenuo y lo vital, y en el que la producción y la difusión perdían mucho de la enajenación que la sociedad mercantil les ha impuesto históricamente en las sociedades divididas en clases.
Había llegado en agosto de 1965 de su bulliciosa estadía en París y para diciembre de ese mismo ya tenía montada su carpa amarilla. Sólo que esa inmediatez de acción de Violeta poco se asemejaba a la de los medios, que recién en octubre de 1966 se acercaron a entrevistarla, hasta ese momento las actividades siquiera salían en las agendas dominicales. El lugar era un alejado terreno cedido por el municipio, de escasas facilidades de transporte, dificultad que, sumada a la “roca dura de la indiferencia”, se tradujo en la minoritaria concurrencia. Pero que no la libró de quejas de la comunidad por “ruidos molestos”.
El proyecto de La Carpa reformuló los límites entre tradición y urbanidad, entre el “canto de todos” y “el propio canto”, entre el autor y la obra, la obra y el público; recreó el rito, de un modo casi “aurático”, como diría Walter Benjamin, donde trabajaba constantemente en el canto, la composición, el bordado, la pintura, y luego recibía a la gente, manteniendo el escenario no sólo para sus recitales y los de sus amigos, sino para dar lugar a que los creadores pudieran mostrar y enseñar su arte. Ella, con sus propias manos, como había construido todo lo que allí se encontraba, ambientaba los recitales. Su indumentaria, los tapices que la rodeaban ordenados significativamente, las esculturas, incluso solía cantar haciendo cerámica, con los ojos llenos de gente, pero mirando hacia arriba.
Durante los quince meses, turbulentos, cargados de sucesivas decepciones y profundas crisis anímicas, Violeta se propuso dar una visión integral de su arte; borró huellas entre géneros y modos de revelar la realidad, acercándose más a la gente, entendió que la expresión artística estaba en los intersticios que unen a las personas, en los lazos, en el instante de verdad que le devolvían las miradas, y entonces, el milagro del contacto era por sí solo, la dispersión de la individualidad.
Hay, además, en el rito que es, integralmente la obra artística en producción, una recuperación del relato. Esto distancia la canción del baile y el tono festivo, no hay improvisación lúdica. Es una puesta en escena donde la oralidad es testimoniada por, y testimonio de, las relaciones sociales que se tejen en torno a la canción popular. Entonces, otra vez, el tránsito de distintos dominios expresivos que dialogan como intertextos de un texto mayor, el imaginario común, el que quiebra la relación especular entre realidad y representación. El espacio de la peformance artística en La Carpa, se transforma en un espacio de reivindicación y modelación de identidades y prácticas sociales. Así, la propuesta de Violeta adquiere una doble dirección, el camino que va, corrosivo, batallante de la cultura a las condiciones sociales, y el que enriquece la cultura con una sociedad conciente e interrogante del lugar y el sentido que ocupan en la trama de poderes, conciencia que además, para Violeta, pide un alma guerrillera, como la de Manuel Rodríguez.
Pero a esa misma Viola volcánica, que se arrimaba chiquita, fea y llorona en sus cartas a Gilbert, llena de miedos y cansancios, que pedía una escalera para subir al borde de su pena, se le murió la verdad, se le borraron todas las huellas que se había guardado de lo demás; y es inútil dilucidar si fueron los problemas económicos que la Carpa acarreaba, pues en el pago y albergue de los artistas se le iba gran parte de las entradas, o su crisis con Gilbert, la obsesión de celos que la sentían traicionada constantemente, o su carácter intenso, que arraigaba una tristeza tan profunda, que se guardó quieta para dejarla hacer y moverse con todas las fuerzas que le fueron posibles hasta que no pudo más, lo que justificó su suicidio.
Lo cierto fue que allí, en La Reina, Violeta estaba sola y a ratos desesperada, con mucha gloria pero sin un centavo. Había alcanzado un momento cúlmine en su obra, y quizás ya estuviera cansada de tantas pregúnticaz infantílicas sobre las canciónicas agitadóricas, de tanto preguntadónico partidirístico disimuládicos y muy malúlicos, cansada de tanto maldecir al cielo y su reflejo, a la angosta y larga faja de tierra, a la paz y la guerra, a la solitaria figura de la bandera, el cosmos, la tierra y todas sus grietas, al vivo de rey a paje. 

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