viernes, 20 de abril de 2012

Las historias, en el silencio de su voz

En 1994 salió a la venta La Margarita. Una historia de amor en sonetos, escrita por Mauricio Rosencof y musicalizada por Jaime Roos. Pero ese disco representaba, en sí mismo, un pliego de historias intrincadas.


¿Te acordás, Ñata,
del Parque Rodó?
La noche rondando
los faroles
silenciosa,
y en un banco
acurrucados
vos y yo
¡Se esfumaron
tantas cosas, Ñata!
Y eso… Eso no.


Ambos trabajaban para el semanario Jaque cuando se cruzaron, a fines del ‘87. Entonces, Mauricio Rosencof, de vuelta al mundo de la literatura y la dramaturgia, ofreció a Jaime Roos musicalizar El regreso del gran Tuleque, una obra de tono murguero. De aquella experiencia, Jaime volvería a su casa con tres poemas de Mi amor por la Margarita musicalizados, y las ganas de seguir dándole voz a los personajes de esa historia contada en versos.

Fueron las nostalgias, desparramadas y furiosas, las que nos unieron; no por compartirlas, sino porque, como dijo Jaime, al fin y al cabo, el rumbo y el mundo es uno solo, y el mundo, para los dos, es el barrio, el tablado y las esquinas con farolas. Y en la rambla se encontraron, el músico y el poeta, el compositor del rocanrol a la uruguaya y uno de los dirigentes de los Tupamaros, hablando de un amor que no existió, pero que tiene la fuerza de los sentimientos más profundos y genuinos.  


Qué misteriosa brisa de la memoria


“Pienso que ese sonido lastimoso del grito, que en ocasiones cruza los aires como un pájaro sin cuerpo, es una expresión reconcentrada del último vestigio de la dignidad humana”. En estas palabras usadas por Mauricio Rosencof para referirse a los campos nazis, hay también, asomando, una reflexión acerca de las sensaciones que precedieron a los poemas de La Margarita.
Él fue uno de los nueve rehenes que la dictadura militar uruguaya tuvo en celdas individuales, pozos de dos metros por uno; cayó preso en 1972, fue brutalmente torturado, y recién seis meses antes de ser liberado, en 1985, lo pasaron al penal La Libertad, como preso legal. Aquel grito es el grito que él debe callar. Incomunicado, reciclando su orín y volviéndose insectívoro, no hay grito de la dignidad, él es un pájaro sin cuerpo cruzando el aire que debe inventarse para sobrevivir. La Margarita de esta historia nace, como un sueño, de construir una realidad donde pudiera respirar las calles llenas de verano, caminar las dos cuadras que separan la parada de micro de su casa; es el recuerdo de todos los amores de la adolescencia que se convirtieron en uno. Mauricio sabe hacernos llegar la emoción que siente por su muchacha que pasea, que camina rumbo a los mandados, al trabajo y los bailes; la carga de movimientos, mientras él, itinerante subterráneo, era trasladado cada tres meses. “Parecía la vuelta al Uruguay en calabozo”, recuerda.
Los veintiocho sonetos iniciales, que Jaime definió como una cantata, y el “Ruso” como obra poética y dramática con tiempos de la narración, son un grito de la memoria. Es la palabra que no se pronuncia, que permanece cautiva, única enunciación posible en el aislamiento del calabozo. Sabe pintar, de mil colores, la cotidianeidad barrial como antítesis del horror; pero al mismo tiempo nos descubre la desesperación que encierra, una épica de la dignidad, de héroes barriales que también acuden al temor. Por eso, si no puede nombrar su historia, debe escribirla, por una necesidad de mantener vivas las utopías. “Cuando estaba preso, Mauricio creía que se iba a morir y que La Margarita iba a desaparecer con él en el calabozo”, dice Jaime Roos contando cómo reía Mauricio, a carcajadas, sin parar, el día que escucharon el disco terminado, por primera vez. 
Quizás pocas veces haya resultado tan literal y palpable aquella frase de Walter Benjamin que afirma “no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie...”. Rosencof es la barbarie detrás de aquel proyecto civilizador que instalaron las dictaduras latinoamericanas, y Margarita es el aire fresco y puro que esconde en su reverso la barbarie de su historia, la de su escritura.
Mauricio retuvo los sonetos en su cabeza tanto tiempo como fue necesario. Los escribió en setenta y dos horas, por esas urgencias de correr contra el miedo cuando la palabra está prohibida. Un día le abrió el calabozo un cabo diciendo que el sargento mandaba preguntar si él era el escritor. A la respuesta afirmativa le siguió que necesitaba escribir una carta para su novia. De ahí en más, y a partir de otro soldado que le dijera, “yo no soy sargento pero tengo novia”, y pidiera lo mismo, comenzó a canjear su ayuda por papeles de fumar. Luego que consiguió la parte de adentro de una lapicera, prestada, sólo por setenta y dos horas. En ese tiempo, con los guiños del dramaturgo, el desafío al lenguaje y precisión de poeta, y con suspenso de narrador, escribió los veintiocho sonetos
Como los grandes poetas, el “Ruso” no pierde esa mirada de soslayo, aguda, socarrona, que le permite separarse de sí mismo para reírse de él y también de los demás. Reírse de la borrachera que se agarró preso chupando un desodorante, de las historias que le contaba a su hija Esther, donde la abuela aparecía siempre, final de episodio, con el balde y el cepillo, corriendo a los SS, que quería decir, Somos Sucios, para que no volvieran más. Sabe contar, con la intriga de los buenos cuenteros, lo primero que lograron pasarse por código Morse, a golpecitos de pared, con Huidobro en la Navidad del ’73, “Felicidades”.

“Hacer algo bello” dijo el músico.
Y algo tendrá el barrio Sur que se ufana de ser cuna de artistas. Jaime Roos, Mauricio Rosencof y Juan Carlos Onetti nacieron allí. El último es siempre motivo de charla, de orgullo, entre los dos amigos de esta historia, que es, al mismo tiempo, la historia de un amor y su barrio, la de una vida suspendida por los componentes de la muerte, y es también la historia de su música, el reencuentro de tres generaciones que se juntan a cantar los ritmos uruguayos.
Jaime asume su compromiso artístico como una experiencia absolutamente independiente de cualquier otra cosa que no sea Arte con mayúscula; y como si escuchara a Zitarrosa en aquellas palabras “la vanguardia es la clase obrera, la gente que piensa y siente prendiendo el fuego, arreglando un zapato o creyendo en Dios sin razones suficientes”, le pide a su letrista que no quede en el tintero lo que falta por hacer, que no se olvide de la heroica minifalda y el piropo que cosecha trepadita en el cordón, ni de los hombres de corbata que quisieron ser murguistas y no fueron a ensayar. Así logra un estilo único, donde por detrás de toda esa amalgama de colores y ritmos que son el criollismo, la murga, la milonga, el tango y el candombe, está la unidad, que es la fusión con músicas más universales. Entonces, Roos declara “yo no estoy haciendo milonga, estoy haciendo milonga rock, no estoy haciendo murga, esto haciendo murga rock”. Quizás sea porque Jaime ha descubierto de qué se trataba aquella intuición que tuvo a los nueve años, escuchando la radio, cuando sonó “Love me do” y sintió que su vida quedaba en manos de los Beatles.
Es en medio de ese horizonte estético Jaime se enfrenta al desafío de componer música para los poemas de La Margarita. Como buen letrista y buen músico, le interesaban dos cuestiones. En primer lugar, que la historia no se estancara, que todos los temas dieran un pequeño paso hacia delante; por eso propuso al poeta dejar de lado aquellos sonetos que eran como pinturas accesorias, quietas al nivel del tiempo. Y en otro orden de cosas, encontrar una armonía entre el mundo y el lenguaje de los sonetos, que combinan lo naïf, el kitsch criollo, el universo gardeliano con el “ingrediente Rosencof”, y una música localista, filtrada por su propio estilo. Se trataba de que a la vez, tuviera una coherencia tímbrica, “porque si no, era como una tienda de empeños, un cambalache”.
Como despliegue instrumental, Jaime tuvo que renunciar a una ambición orquestal, y en vez de hacer “Otoño” con un cuarteto de cuerdas, decidió llevar adelante todo el disco con una tímbrica popular, que él define como “un combo de los años ’70, con batería, bajo, guitarras acústicas y eléctricas, piano, acordeón y órgano”.
Jaime es el músico de aquella historia de amor, es su intérprete, y por eso el mejor lector. Él supo cómo acompañar el dramatismo intenso de los sonetos con distintos tonos y colores. El ritmo que impone nos lleva  a pasear con Margarita.

Una historia de amor en la mirada.
Hay, en el disco terminado, entre el poeta y el músico, un festejo por la existencia. Después de trece años de lucha diaria con la muerte y su ruido a soledad, reivindicar esas sensaciones primarias y genuinas, resulta de un asombro poético. Ese impulso por la vida sin matices, sin rigores atenuantes, es como la expresión de un chico tirando agua en el carnaval. Margarita tiene el poder de los “sueños que regresan con las lluvias, que son como el agua. Porque para algo se han creado, se van para volver”.
Ese festejo lo generó, en gran parte, la música. Fueron muchos más los que tararearon escenas de esta historia, que quienes la leyeron. Para el “Ruso”, los sonetos, construidos con vestigios de una prehistoria llena de voces, mientras él se iba olvidando de la suya, debieron pasar inmediatamente al canto. La urgencia por la voz desplazó al papel. Los papelillos, doblados y escondidos en el cuello de una camisa que salió clandestinamente, se harían libro recién en el 2006. Mientras tanto, Uruguay cantaría a Margarita como los murguistas, los tangueros, de memoria y por pasión, en los bailes, en las caminatas desoladas, en las reuniones con amigos. Por eso promete a Jaime, que los sonetos no se editarán hasta antes, no se hayan musicalizado. Hay un pacto entre el poeta y el músico, una entrega que se burla del papel.
La historia se va armando desde las miradas. El segundo tema es el verdadero comienzo de la historia. El primero es la presentación de Margarita, recitado por Rosencof donde. La voz de Jaime Roos nos introduce en la primera escena con “Encuentro”, donde la fuerza dramática va de la pollera de la muchacha, a las cuitas del enamorado. Luego, en la “La Mirada” y “Sandia”, el recato y la distancia se acortan; ella pasa por el tablado, y le deja una mirada, probablemente, con más picardía que timidez. El encanto ya está consumado cuando el galán percibe que ambos desvían sus ojos, sugestivos, a una sandía porque no se animan a mirarse y sentirse mirados por el barrio.   
Falta la “Conversación”; es que para eso existe el Club Tuyutí y las matinés bailables. Rosencof concentra los gestos más densos del soneto en dos versos, “agradecí su endomingada aparición con la leve seña de quieres bailar”, y bailando un tango le pregunta “qué te gusta más, la típica o la jazz”.
En “El beso”, el poeta vuelve a explorar en los comportamientos y las sensaciones de sus personajes, de allí emerge la figura de Albita, la amiga que los acompaña hasta un descampado. Es la encargada de avisar, y “está emocionada de audacia, desfalleciente” por eso da el visto bueno con la voz “precipitada”. A esas alturas del disco no nos queda otra que convencernos de que, el preso que escribe, logra ser más escritor que preso. Porque además, el protagonista tiene la perspicacia de dejarnos como cabo suelto, o ambiguo, que ese beso se trató de la primera nostalgia de enamorados. El verso se hace desoír porque asistimos a su noviazgo de adultos, con la rutina, los permisos y los excesos de una relación situada en los años ’50. Pero cuando llega el otoño los abordan, conjuntamente, un presentimiento y el miedo. La nostalgia ya no está dentro del amor, se ha llevado la historia entera consigo, desde el beso en el descampado a las despintadas de rubor en los racimos de sombras.
El último soneto conjuga sensibilidad con precisión de modo sorprendente. No sabemos por qué, ni cuándo se nos ha volado la Margarita de este sueño, nos queda un vacío sordo. Esta sensación de finalidad inconclusa persiste, porque “no hay final para esta historia”, sólo está viviendo su eternidad transitoria en las calles del barrio añorado, en las hojas otoñales y las farolas de las citas. Aún más, el amor, nos canta, estuvo y está “en pleno verdor”, en esas veredas que camino confiado, porque sé que en la esquina aguarda, Margarita…

Salir a conquistar el “centro”
Para Mauricio, Jaime fue el enganche generacional, el puente de una época que había perdido; pero, lo que está ahí para unirlos es el barrio, es esa atmósfera que pervive como la historia de Margarita, en su eternidad transitoria. Las calles con su olor son un mundo, duendes y hadas con cara de botijas, de vecinas y murguistas; el barrio es el mundo para ellos, como lo era para el personaje de No hay barrio como mi barrio que se piantó y dejó a la novia para salir a conquistar el centro.
El barrio de Mauricio es el del noviazgo público, el cine Metropol y las fiestas con tías vigilantes. Aquella es la adolescencia del poeta, rescatada con un lenguaje espontáneamente ciudadano, que restaura la alegría, trasciende el tiempo y el espacio porque él se encarga de mantenerlos ajenos a las coyunturas siempre acechantes del mundo.
Para Jaime, el barrio es el mundo donde hasta la soledad hace sus pilladas, y recuerda unas palabras de Hugo Fatorusso, “Si estás en Montevideo y estás solo, te acompañan los autos y los árboles”. Se define como perteneciente a la “generación del rocanrol”, la generación del ’68; aunque él como estudiante, tuviera sólo catorce años en ese momento, entendió que el rock, la huelga del boleto, con los malandrines de su barrio, que todo ese mundo era una misma oleada. “Entonces, yo pienso que cuando uno está conociendo a Mauricio Rosencof está conociendo aquel mundo también, porque vos Maurucio, tenés más rocanrol que un Velódromo lleno”.
El músico y el poeta están unidos por esas sensaciones que fueron un quiebre para tantos, las sensaciones de un tiempo que supo cautivarlos bajo sus aires, con esa espesura de la tormenta y la fuerza de la turbulencia. A Jaime le estalla el primer cóctel de molotov, en el liceo Rodó, cuando Mauricio ya estaba “ideando planes revolucionarios para toda América Latina”. Luego, con el aplacamiento de las pasiones políticas, Jaime querrá tocar, como un aspecto más integrador en el tema “Los Olímpicos”, aquel verso de “Brindis por Pierrot”: “me voy, como se han ido tantos”. “La dictadura es una hepatitis muy dura, dice, pero el exilio económico es una enfermedad gravísima, crónica, que no se acaba. El exilio político no es tan terrible como el económico.” Y, sin olvidarse de cantar ese Por los chiquitos que faltan, por los chiquitos que vienen, ¡Uruguayos, nunca más!,  Jaime instala otro debate, por más poco políticamente correcto que pueda sonar.
Ahí están las historias que este disco condensa para sí, un horror en su antesala, un amor de los ’50, un músico que recompone cada gesto con un tono y un color, y dos generaciones de artistas que se juntan para hacer una fiesta que cantemos todos; una fiesta de enamorados para habitar en sus sonrisas, en sus vacilaciones llenas de esperanzas.  Jaime, el exégeta del pulso uruguayo, como le han llamado, puede ser aquel grito que el “Ruso” tuvo que aguantar. 
Jaime Roos, cantándole a Margarita, le canta su muchacha de quince abriles que gira en un rocanrol, a las farolas de su tiempo, a los yiros de paseo corto por la calle Convención, a los futuros murguistas, a todas esas nostalgias que son espejismos nomás, pero que nos ayudan a andar. Quizás, si Juan Jiménez no hubiera muerto antes, se habría ahorrado aquella frase que decía, “Los enamorados de la estética se han endurecido”. 



Verónica Stedile 
  





No hay comentarios:

Publicar un comentario