miércoles, 16 de febrero de 2011

Confusión en la Academia


Desde que nos rompieron la huelga andábamos el santo día al pedo. Nos echaban de todas partes. “Ustedes no son estibadores, ustedes son malandras”, nos verdugueaban los capataces de las dársenas. “No son argentinos, son unos rojos”. Qué injusticia, decirnos eso justo a nosotros. Pero no renegábamos de aquellos días. Si le habremos encajado bulonazos en la cabeza a los milicos de la prefectura, y después a los del mismo ejército que vinieron a rescatarlos. Les sacudimos sin descanso con lo que había. Esos giles se creían bien machotes. Era una gloria verlos recular a la luz de las molotov. Si no hubiera sido por los tanques Sherman que movieron desde Magdalena te quiero ver mascarita.
Después de tres meses de acción, tanta vagancia nos estaba aflojando la musculatura. Todo el día al fresco, dele conversar de bueyes perdidos. En esas tenidas, al Cabeza le dio como una manía y se la pasaba meta insistir con que don Borges ya no era don Borges. Lo tenía incrustado entre ceja y ceja. Que don Borges había estirado la pata y en su lugar, por calculismo financiero, trajinaban una momia rellena con rulemanes. Que la yegua de la que te jedi, entongada con editoriales foráneas, arrastraba de acá para allá al monigote y a facturar. Que ella era ventrílocua (“ventrícula”, dijo el bestiún). Que contestaba reportajes y daba conferencias con las tripas, falsificando voz y palabras del finadito, la muy usurpadora. Dele insistir, el Cabeza: “¿Lo vieron últimamente aparecer sin ella? Imposible. En revista Gente, salen; en Antena; en La semana; en Radiolandia; con Cacho Fontana, salen, con Pipo Mancera…Siempre pegaditos. ¿Y vieron la cara de viejo pelotari que pone él? ¡Cómo va a ser Borges ese mamarracho! Es una momia-robot, hermanos. Cómo va a ser Borges, nada menos, que le escribía los discursos a Perón y a la Eva haciéndose el que andaba a las broncas con ellos, cosa que no se destapara el estofado…”. Ese chimento se lo debíamos a la tía Coca, que estuvo de enfermera en el Fiorito y sabe un vagón de lo que le pidás. “Justo Borges, el inmortal creador del Martín Fierro, el Padre de la Patria, con esa jeta de merluza congelada. Vamos, viejo…”.
“Ahí tenés, ahí tenés las películas bolaseras que mirás los sábados y después no te dejan dormir”, contragolpeaba yo. Y el Garganta hacía que sí, que sí. Pero la verdad que andábamos compungidos con el Garganta. Dudábamos entre creerle al Cabeza o despacharlo nomás a alpargatazo limpio.

Los tres adorábamos a Borges desde que Horangel, en Los doce del signo, pronosticó que lo iban a hacer Miembro Honorario de la Academia. Aquella noche frente al Ranser no cabíamos en la tricota. Desde entonces, en los debates que saben armarse tupido por el barrio, nos destacamos siempre a defenderlo. Meta tortazo de ser necesario. ¡Con la Vieja y con el doctor Borges, Miembro Honorario de la Academia, nadie se meta! Ése era nuestro grito en la guerra, la paz y la trifulca. A un pitucardi que se había mudado hace poco a unas cuadras, y se las daba de malevo y literato de avanzada, le empacamos por esa noble causa flor de biaba. Tuvo el atrevimiento de salir diciendo, con esa boquita fruncida como culo de gallina que tiene, “Borges es un perro muerto”. ¡Para qué! El Cabeza, como si tuviera resortes, saltó a retrucarle: “Tu apellido es igualito a una marca de auto finoli, y yo te voy a dejar la fisonomía propiamente como un radiador”. Dicho y hecho. Ipsofacto, ese letrado recibió lo suyo. Los tres le dimos como un solo hombre. En consecuencia le dejamos en compota los dos ojos, le demolimos el tabique –ya bastante flojito lo traía, así que nada de hacer pucheros- y le arruinamos tanto el comedor que no le quedó un molar en pie, pobre ángel. ¡Cualquier día se iba a salir con la suya! ¡Bien merecida la tenía ese porteño farolero! Y eso que al hermano lo queremos, si no directamente ya no contaba el cuento.

Al tiempo, la Coca nos desasnó, las mujeres siempre son las que matan la ilusión. Pero ya estaba. Nos habíamos hecho tan fanáticos de Borges como del Mariscal Perfumo o el Chango Cárdenas. Qué nos importaba la Academia Nacional de Ortografía. Detalles, nomás. Triquiñuelas de doctorcitos con anteojos culo de botella que se distraen con la letra chica y las llamadas al pie. Cipayos que meten púa, ¡de acá se la iban a llevar! Habíamos jurado oponerle a la fuerza brutal de la antipatria la fuerza del pueblo organizado. La sangre derramada no íbamos a andar negociándola como unos vandores o unos ruchis. ¡Arriba Borges, reviente quien reviente!
La cosa es que el Garganta y yo no queríamos creerle al Cabeza. Y él dele insistir. Con tanta confianza, que nos apostó un mondongo a la española bien regado con Talacasto. Y no en cualquier fondín, no. Atájense ésta: en la parrilla El relincho, atendida por sus señores dueños. Miren si andaría segurola el tipo. Se nos caía la baba de escuchar el desafío. Ahora, ¿cómo íbamos a verificar cuál era la ponenda gananciosa? Nos daba calor pedirle asesoramiento a la tía Coca, tremendos grandulones, así que nos aguantábamos esa espina en las amígdalas como novio en su primer almuerzo con los suegros.
El asunto nos tenía de lo más fulos. Para colmo Racing no le ganaba ni a Desamparados de San Juan. Todas las noches soñaba con momias, yo. Once momias de pantaloncito corto y casaca albiceleste, y el Maestro embalsamado de director técnico. La situación era insostenible. Le confié mis penas al Garganta, él también a maltraer. No daba para más. Estábamos a punto de perpetrar alguna macana irremediable, cuando una siesta cae el Cabeza a proponernos algo. Lo escuchamos como si Julio Sosa nos diera una serenata. Su plan de operaciones era sencillo y perfecto. Borges andaría el próximo fin de semana por la Feria del Libro. Bastaba aparecerse allí, ganar la cercanía del Maestro, o de su momia, y hacer la comprobación del caso. Como inventor de la sopa de ajo que era, el Cabeza debía encargarse. Como corresponde, con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes. Chocamos los cinco y hasta el sábado a esta misma hora en esta misma esquina. El que pierde garpa.
Esa jornada histórica hacía un frío que hacía brotar sabañones, no nos importó. Lo que no sabíamos podía ser terrible, pero queríamos saber. Un poco por ahorrar viáticos, otro poco para postergar lo que podía ser un mal trago, subimos hasta el centro a pata. Al Garganta le chirriaban los meniscos. También…desde que se casó está echando una cintura de pollo que ni les cuento. Para hacer más corto el camino y aflojarnos la timidez, nos tarjamos cada cual la ristra de petacas que llevaba en bandolera, juntos pero no revueltos, que tan perniciosa para el riñón es la mescolanza. Boussac, el Garganta; el Cabeza, tipo con clase, ginebra Bols; y lo que es yo, les confieso, fiel al Tres Plumas. Las últimas cuadras fueron joda va joda viene. Los muchachos me gritaban: “¡Pantoque, no vayás a mandarte negradas! ¡Mirá que esto es científico!”.
Había un gentío brutal cuando llegamos. Cada tilinga de minishort y botas que te dejaba bizco. Así y todo no perdíamos de vista nuestros altos objetivos. El Cabeza, que es una luz, logró colarse para sacar las entradas. Que si no por ahí nos perdíamos la ocasión de nuestras vidas. En el mismo pórtico nos palparon de bufoso unos miliquitos. Veníamos preparados: mocasín, corbata y perfume; Glostora y paciencia.
Adentro se nos hizo la vaca toro. Eso era un laberinto, hermanos, un laberinto, era. Nos perdíamos como en una galería de espejos que reflejaran libros, libros y más libros. Las cogotudas que atendían no pudieron informarnos de lo que buscábamos. Un auténtico quilombo, sí, como me escuchan, al que le guste bien y el que no, se las aguanta, no voy a andar pidiéndoles perdón por lo crudo de las palabras. ¿O no somos realistas, viejo?
A punto de largar los bofes, hicimos un alto en el grill, cosa de restaurar vitaminas. Salchichón primavera, no tenían, factura de chancho no tenían… ¡Ni una mísera bochita de mortadela tenían! Tuvimos que conformarnos con hincarle el diente a unos lomitos símil fórmica. Ya habíamos pedido la dolorosa, prestos a seguir con nuestra misión, cuando el Cabeza, qué lumbrera este Cabeza, guiñándome un ojo me secreteó: “Yo los voy a hacer cagar a estos lambidos”. Afuera, con una sonrisa que le rajaba ese queso de bola que tiene por cara, alzó una punta del chaleco y me enseñó, entre calzón y camisa, el juego de cubiertos que se había agenciado.
Tras tantas vueltas, pudimos ubicar al crack guiándonos por el rugido de su hinchada que lo rodeaba en pos de un autógrafo, de un consejo o de un desprecio ingenioso por lo menos. Escucharlo fue para nosotros la más maravillosa de las músicas. A empujones, pellizcos y codazos, nos fuimos acercando. Yo tenía como una número cinco trabada en la glotis. Ni falta hacía mirar de reojo al Garganta. Sudaba vinagre. No era para menos…
¡Qué emoción estar ahí, pisando su sombra terrible! Y a centímetros también de la que te jedi, que flacucha y todo, tiene lo suyo, no me lo van a negar. Entonces me lo veo al Cabeza que se acerca, se le acerca por retaguardia al Maestro. Se le acerca tenedor en mano. Me lo veo que va a sorprenderlo, que gambetea la vigilancia de ella y en segundos se descubrirá la verdad de la milanesa. Lo veo que va a trincharlo, ya lo trincha, lo trinchó bien de lleno en el culo. Y Borges, un señor este Borges, da un corcovito pivoteando sobre el bastón, pone su mejor cara de viejo zorro que se hace el fesa y modula su voz única: “Estoy rodeado por gente que habla toda al mismo tiempo sin escucharse y que pregunta inconveniencias. Hace mucho calor. Y recién me han clavado un tridente. ¿Acaso ya merecimos el infierno, María?”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario