domingo, 6 de febrero de 2011

Editorial II


Una respuesta tiene sus raíces en la misma pregunta. Si cada vez que se responde, la pregunta vuelve a plantearse indiferente a esas respuestas, hay que ver en esa persistencia de la pregunta por preguntar, algo que nos inquieta. Y es que tras los meses de trabajo que nos llevó esta revista, a pesar de los distintos rumbos que tomó la nota editorial, hubo una inquietud incesante en su presencia, y siempre mal satisfecha por nuestras respuestas: ¿por qué solemos pensar el arte con mayúsculas? Y ¿qué relación guardan entre sí, esa idea y el hecho de atribuirle al arte, como característica que eclipsa a todas las demás, como esencia inexpurgable, el ser expresivo?
Esta pregunta podría reformularse apuntando a aquello que excluye: ¿qué es lo que se deja afuera cuando se habla de arte sin volver a la obra –el único espacio donde aquel es real – y qué se anula cuando nos aferramos a la única e indesplazable necesidad de describir al arte por cuánto puede expresarnos sobre la realidad, cuánto puede contarnos, por cómo nos arroja una representación del mundo? Se corren dos riesgos, por un lado, el de atarlo al sistema de verdades aceptadas, en tanto el sentido común sólo busque ver en él lo que percibe del orden de la realidad; por el otro, el de ponerlo fuera de la acción, lejos de los miedos que puede generar cualquier perturbación, bien obligando a la obra a hablar en nuestra lógica, bien atribuyéndole sólo una valoración liberadora en el plano de la expresión.
A este tipo de percepciones forjadas en torno a la obra de arte, centrada en la expresividad, suele oponérsele un lenguaje de acción, un discurso que no se apoya en fragmentos de lenguajes ya existentes, un lenguaje que deforma o reforma la expresión hasta hacerla devenir en actividad artística, en efecto cultural. Quizás ese lenguaje de acción, verdaderamente, sólo se logre teorizando, construyendo un discurso más que desandándolos. Pero hoy, a un segundo número de Estructura mental a las estrellas, estamos mirando el primer paso del camino, indagar en cómo se conformaron algunas de las costumbres culturales con las que convivimos, frenar el vértigo de sentencias que nos ofrece la sobreproducción de ideas para pensar posiciones desde otro lugar. Correrle el hombro a la novedad constante, animarnos a mirar aquellas cosas que más nos gustan, la música y la literatura, desprejuiciados, al menos un poco, para descubrir de qué están hechos.

Queremos volver a los lenguajes de esos gustos nuestros y preguntarnos, por ejemplo, qué hay de inquietante en Violeta Parra cuando dice que sus pinturas y tapices, sus canciones son arrancados del gesto de una cara y pretenden devolverse en otro gesto, en otra mueca; preguntarnos si, al modo en que Gelman asevera que “la poesía es un árbol sin hojas que da sombra”, no estarán más allá de la expresión aquellos poemas que hacen tambalear la lógica de la comprensión: cuando Litto Nebia dice “el revólver, un hombre legal”, ¿está solamente queriendo explicar esa otra frase siguiente “la humanidad no fue lo que yo esperaba”?
No queremos hablar de Arte con mayúscula, si quiera de arte, sí de aquellos personajes, de aquellas historias y procesos que influyeron en una construcción del espacio cultural, interviniendo sobre él o hablando de él.

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