jueves, 25 de noviembre de 2010

Editorial I




Hubo un tren que comenzó a contar la historia de un tiempo que no llegó. Un sueño que se sostenía con la fuerza de vagones veloces. El expreso imaginario invitaba a un viaje sobre los rieles de su época, pero también a contrapelo de ella. Eran tiempos bulliciosos, disputados por la resistencia y la lucha; donde pese a la represión imperaba el deseo de subvertir el orden de cosas, de hacer implosión en el sistema desde él, y no sobre él.

Y para sorpresa de muchos y deseo de otros tantos, fue el rock el género musical que comenzó a trabajar bajo esas sensaciones, el que se comenzó a mover como gestante de pequeñas revoluciones. Pero pronto dejaría de ser sólo eso para ser la conjunción de ideas y proyectos que caracterizaron lo que se llamó la contracultura. Era un rock que se basaba en el pacifismo, en una prédica extensiva desde el asesinato de personas, que estaba ocurriendo por esos años, hacia los efectos devastadores del mundo industrial y el deterioro del medio ambiente.

Se trató de un concepto cultural, como trama de temas y discursos singulares, opuesto a la diversión sin compromiso estético y a la evasión sin conciencia. Un concepto que implicaba la conjunción de diversos mundos, donde se fundían bajo el mismo proyecto, el ritmo de las guitarras, la cadencia de los poetas y el vuelo de los pintores. Entonces, decir rock era pensar en Spinetta dedicando uno de sus mejores discos a un poeta, dramaturgo, y diseñando sus propias tapas.

Aquel tren, quizás tragado por el propio mundo interior que intentó construir, fue desviando sus rieles hasta esfumarse; en democracia, su manifiesto resultó no sólo inocuo sino anodino. Y como todas las consigna de sueños que quedan inconclusos, o se reinventan, o se gastan de nostalgia, débiles de color. “No voy en tren” se para sobre las estaciones que aún persisten, y como si capturara parte de antiguas imágenes en fotografías con protagonistas de hoy, se apropia de una porción de aquella época. De ese espíritu fresco que pensó en las manifestaciones artísticas como coágulo y estallido de la inquietud social. El festival, propuesto al interior de la Provincia de Buenos Aires, se direcciona en dos sentidos: retomar, por dos días, el aura de ese viaje cargado de energía, volver a confiar en el rock como concepto cultural e integrador, y luego, al mismo tiempo, desvanecida aquella fotografía, asumir que ya nos hemos bajado del tren. Pero las vías y las estaciones están allí para rehacerse, con la misma fuerza, sobre otro motor.

El público de los buenos recitales conforma un sujeto colectivo de espíritu crítico. Sobre esa base, hoy algo dispersa y cuestionable, podemos reformular aquellos cimientos contraculturales y alternativos, hacer rodar viejas ideas que fueron cristalizadas con los años y vapuleadas por la desilusión de la posmodernidad. Así, con la fuerza del ruedo y la espereza del camino, se cargan de nuevo sentido las astillas y fisuras de ese cristal entonces roto. Un cuerpo nuevo, pero con la misma esencia.

Estructura mental a las estrellas, no trata de flotar en la superficie. Ni siquiera se esfuerza por nadar. Quiere zambullirse y llegar al fondo. Casarse con una sirena. Que la presencia de la música y la literatura nos empuje de forma implacable a abandonar la pasión por la idiotez; porque las referencias culturales con las que hemos crecido nos han dejado el cerebro tiznado de hollín.

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